¡Hola! O, mejor dicho, Konnichiwa!! Hoy estoy algo contenta y no es porque sea primeros de año, cosa que me da lo mismo. Primero porque la entrada de año no ha sido demasiado buena y, segundo, porque estas Navidades están siendo algo deprimentes, pero debería aprender ya… que no soy una niña y las Navidades ya no son como antes. A lo que iba, ¿por qué ando contenta? Me pasa siempre que me topo con algo que me atrae desde el principio y me engancha, como el chocolate, los parques de atracciones o los zapatos de tacón. Esta vez, le ha tocado de nuevo el turno a un serie. En esta ocasión es un dorama titulado Orange days. La historia es sumamente preciosa, ya que no es tan empalagosa como un shoujo manga ni tan fría como se espera de una serie de personajes reales japonesa, pues es difícil verles hacer algo con personas reales que transmita tanto sentimiento. En definitiva, una serie de las mías. Con su puntito 😛
Orange days discurre en Tokio. Kai-kun quiere encontrar un trabajo para hacer algo con su vida, pues está en el último curso de la Universidad y necesita encontrar algo con lo que ocupar su tiempo, madurar y esas cosas. Pero conoce a la «princesa» Sae, una chica que toca el violín y el piano de forma bellísima, pero que es sorda desde hace poco tiempo por lo que la reprime y siente miedo de todo y todos. Junto a ellos está la mejor amiga de Sae, Akane y los amigos de Kai-kun, Shohei y Keita, además de la novia de Kei, Maho. Todo esto ocurre en ese último año de Universidad, donde surge la Sociedad Orange y, por tanto, los grandes recuerdos de juventud que siempre se retienen en la memoria. Quizá no es comprensible que esté feliz por esta serie, pero adoro sentirme identificada con los personajes, que la trama me llene por completo y… ante todo… añorar mi esperado Japón, reconocer barrios e incluso ¡restaurantes! Juro que casi se me saltan las lágrimas al ver esas máquinas expendedoras de cerveza Asahi y el tabaco rubio de allí. Y sus paisajes, sus lluvias torrenciales compaginadas con un sol deslumbrante. Incluso me llega su olor inconfundible a soja por todos sitios, imprescindible en Japón. El metro, la voz de la chica japonesa anunciando todas las paradas…
Ante todo, me conmueve la historia de los sentimientos que sólo los japoneses saben transmitir de vez en cuando. Sonrisas, gestos y, esos pequeños detalles que se muestran de manera envidiable, típicos de la sociedad nipona.
¡Ah! ¡Cómo me gustaría volver! Y, esta vez, disfrutar todo lo que no pude y acariciar con todos mis sentidos el gran Japón imperial y a los ancestros que allí habitan.
Mientras tanto, sigo aprovechando mis días de campos de fresas para siempre 😀
Ja ne!