Dicen que la vida es un regalo, que no hay que desaprovechar ninguna oportunidad. Disfrutarla a tope, ¡a tope! Porque pasa más rápido de lo que crees y hay tanto que hacer, tanto que ver, tanto que descubrir. «¡Que la vida son dos días!» – dicen.
Pero, ¿qué pasa cuando la vida no tiene sentido? Ya no es un regalo, sino una maldición. Cada día esperas que pase lo más rápido posible con la mínima esperanza de que, el siguiente, haya algo por lo que retomar las palabras y «disfrutarla a tope», como dicen cuatro cantamañanas viviendo entre algodones. Pero el siguiente es exactamente igual que el primero. Nada ha cambiado.
Otra persona, de esas que te cuentan maravillas, que ve la vida de color de rosa y que nada se ha interpuesto nunca en su camino, te dice que es culpa tuya porque no haces nada para remediarlo. Y te sientes realmente mal, realmente una mierda, eres tú el culpable de que no veas sentido a la vida, de que esté pasando por delante de ti riéndose en tu cara.
Piensas en la veces que lo has intentado. Cada mañana, aunque costase mil horrores, te has levantado con energía, con esperanzas y has sonreído al espejo diciéndote: «¡hoy será diferente!» Y te topas con la realidad de bruces. Todo sigue igual, nadie te ve distinto, el mundo sigue siendo ese lugar cruel donde viven personas que lo pasan mejor comprando, gastando, haciendo daño que mirando al prójimo con intención de ayudarle, pensando en disfrutar sobre lo que le brinda la naturaleza y no en un mundo virtual cargado de caretas y perfiles falsos.
Cuántas veces te habrás levantado con pesadez para arrastrar los pies para no frenarte porque, claro, la vida hay que aprovecharla, que son dos días, que pasa muy rápido y no estás haciendo nada. Vuelves a perder fuelle. No obstante, lo que no deja de aumentar son las pesas en tus tobillos para que te sea cada vez más difícil levantarte.
Uno de esos días sin pena ni gloria me arrastraba por el suelo porque se habían añadido tantas pesas que ya no podía levantarme. Entonces me encontré con otra persona que arrastraba sus pies. Se paró delante de mí, sorprendido, y me soltó: «¡Y lo que estamos aprendiendo de la vida qué! ¡Cada pesa es una experiencia y nos ayudará a enfrentarnos mejor al futuro!» Os juro que, si no hubiera sido por las toneladas que arrastraba mi cuerpo, le hubiera espetado yo un buen puñetazo en toda la cara.
Llegó un día en el que no podía levantarme de la cama. Lo único que se movían eran mis lágrimas brotando de mis ojos. Solo quería quedarme ahí postrada, durmiendo sin descansar en absoluto y que me consumiera la nada, que me tragara hasta lo más profundo. Lo deseaba tanto que pensaba que el tiempo se había parado. De repente, una vocecilla me habló cuando la penumbra comenzaba a cubrirme.
Me reconocí a mí misma. Una voz de niña que me agarró de las manos y me brindó la oportunidad de encontrarla de nuevo. Me concedió el regalo de volver a tener ilusiones, de soñar despierta y de enfrentarme a la realidad con sentimientos que sobrepasaban al tiempo y al espacio. No sé si jugaba conmigo o si era la única que se había quedado luchando, siendo ella misma y no teniendo pánico a absolutamente a nada. Veía la realidad a través de sus sueños y de sus ilusiones, aprendiendo que, lo que ella siente es lo que realmente importa, lo que marca la diferencia y aumenta la experiencia.
Apareció ante mí y sonrió burlona. Soltó una risa y se alejó corriendo de mi vista.
Hizo desaparecer de un soplo las pesas que me postraban a la cama, disipó en un segundo las sombras y de mi espalda brotaron dos alas. Me sentí ligera como hacía tiempo, pero tenía el vehículo para encontrarla porque había vuelto a esconderse.
¡Te encontraré! Total, la vida son dos días y hay que aprovecharla.