¿Tú también eres un donante?

El otro día me quedé dubitativa sobre qué significa el verbo «dar». Si no posees algo no puedes ofrecerlo, de ahí que sean tus existencias las que están en juego a la hora de separarte de ellas. Supongo que es ahí donde prima también la importancia del «recibir». Así es como se compensa la balanza y tu bolsa de detalles, tu propia vida, no se queda vacía.

Hace tiempo conocí a alguien que se quedó bajo mínimos sobre lo que podía ofrecer. Sin embargo, no le importaba en absoluto. Se sentía bien dando todo lo que podía sin pedir nada a cambio. Antes de que desapareciera pude coincidir y hablar sobre lo que estaba ocurriendo. Le dije que lo lógico era que recibiera aunque no tuviera que pedirlo, pero seguía sin darle importancia. Mis ojos veían cómo se iba consumiendo a medida que ofrecía su aliento, su propia respiración si hiciera falta, de dar todo lo que podía, de donar incluso su propia alma si fuera necesario.

Esa vez recordaba que aún sonreía, aunque estaba quedándose en los huesos.

Pasados meses intenté que volviéramos a vernos. Estaba realmente preocupada porque su aspecto, aunque todavía risueño y jovial, pedía auxilio. Leve, casi imperceptible, notaba una vocecilla que salía de la comisura de esos labios que trataban de explicar que todo iba bien, pero que en lo más profundo pedía auxilio desesperadamente.

Aunque me costó lo localicé y volvimos a vernos. Cuando llegué al sitio acordado pedí un vaso de vino y algo para picar. Apareció cual fantasma errante. Casi podías tocar las cuencas de sus ojos, casi podías respirar el frío de su piel, casi podías estremecerte con su tristeza, con su desesperación. Me contaba que ya no tenía más que dar y empezó a donar. A donar todo lo que podía. Hablaba con indiferencia, como si todo ya le diese igual. Ni siquiera se esforzaba ya en ofrecerme una sonrisa. Era obvio, no le quedaba, incluso ya las tenía endeudadas.

Le cogí la mano, huesuda y sin vida, intentando encontrar algo de vida en sus ojos. Solo encontré vacío.

Me acerqué a su rostro semi-muerto y le miré fijamente a los ojos. No los encontraba. Me pegué a su lado intentando encontrar los latidos postrada en su pecho, pero ni con el silencio más absoluto habría escuchado nada. Con mi mano acaricie su pelo y su rostro con esperanza de que resucitara.

Entonces fue cuando me la apartó de su rostro y me miró por primera vez desde que nos habíamos encontrado en esa ocasión. Me confesó que no podía permitir que fuera amable porque ya no tenía nada que ofrecerme, nada que darme, nada que donarme.

Volví a poner la mano sobre una cara en la cual podías perfilar perfectamente su calavera, pero volvió a apartarla y con lentitud se levantó de la mesa y se fue arrastrando los pies.

Al llegar a casa tras nuestro último encuentro cogí una caja y empecé a colocar cientos de caricias, miles de abrazos, toneladas de besos y millones de sonrisas. Esa caja pesaba una eternidad pero conseguí que la recibiera.

Cuando la entregué pasé por mi habitación y me miré al espejo. Mi imagen era aterradora. Era ese mismo esqueleto que había reconocido en esta persona que estaba desapareciendo. Sin embargo, todavía podía sonreír.

Pasadas semanas empecé a no sentir absolutamente nada. Me dolía horrores poder esbozar una leve sonrisa y notaba como mi interior se iba perforando en un agujero negro que hacía desaparecer cualquier sentimiento.

Cuando mi corazón empezaba a detenerse tocaron a la puerta. No quise saber quién era. No me importaba absolutamente nada. Pero quien se encontraba tras ella insistió tanto que ganó la batalla contra la diferencia. Abrí la puerta.

Era esa persona que ahora había cobrado vida, cuyos ojos brillaban mágicamente transformando una habitación gris en un mundo de colores, y que me sonreía solo a mí. Únicamente a mí. Cogió mi mano muerta y colocó en ella una pequeña cajita.

Mi corazón empezaba de nuevo a latir y, mi piel pálida, casi transparente, empezó a cobrar vida.

En la cajita había una estrella de cinco puntas.

Fue esta canción la que me inspiró para escribir este texto: