Hacía un tiempo trabajaba para una empresa que poseía una sección muy singular. Nos dedicábamos a escribir las sensaciones o los sentimientos de las personas que pasaban por allí. Tuvimos una época de grandes beneficios que nos hizo ganarnos un nombre en el sector. Existía una larga lista de espera para guardar para siempre los sentimientos, fueran buenos o malos. Había distintos tipos de registros que iban desde una descripción verbal, pasando por una grabación de los latidos del corazón hasta llegar a un exhaustivo examen de las reacciones y estímulos cerebrales. Todo ello lo almacenábamos en nuestra nube y ofrecíamos una única clave de seguridad al usuario.
La sociedad estaba obsesionada por registrarlo todo, dejar huella de alguna manera aunque solo fuera para retratarse a sí mismos. Los más pudientes venían casi cada día a plasmar enormes registros de las sensaciones de sus jornadas, sobre los sentimientos encontrados con sus familiares, sus clientes, sus amantes o vomitar sus propios delitos. La gran mayoría de ellos accedían a sus propios archivos por lo que era común toparnos posteriormente con la eliminación de muchos de estos sentimientos. Era frecuente que al día siguiente los mismos clientes regresaran para añadir nuevos datos. Nosotros reconocíamos esas caras aunque ellos disimularan, luego lo comentábamos en los descansos llegándonos a mofar del despilfarro de dinero en algo que luego descartarían ellos mismos. También llegamos a tener alguna disputa gubernamental o con las fuerzas y seguridad del Estado exigiendo permisos para acceder a esa enorme nube de sentimientos con el fin de hallar víctimas y delincuentes. Éramos el confesionario más seguro al que podías acceder para recordar. El psicólogo más eficaz con el que te podías desahogar. Y esto nos trajo muchísimas críticas aunque muchos más elogios debido a nuestro sistema de almacenamiento y de seguridad. Queríamos convertirnos en el banco de sentimientos más importante de todo el mundo. Y casi lo conseguimos.
Poco tiempo después una extraña enfermedad asoló a la población terrestre. Parecía que el mundo estaba destinado a que nos convirtiéramos en seres inertes, simplemente habituados a los quehaceres del día a día, a las necesidades básicas y en explotar un planeta que ya se había cansado de pedir auxilio. Y quizá nosotros también. Registrar los sentimientos ya no era una tarea fácil para los tiempos que corrían. Los clientes que entraban tímidamente a nuestra sección les costaba mucho expresarse, se sentían nerviosos porque percibían la angustia de que, lo que habían transmitido o lo que habían sentido, se disiparía a mil por hora. Los análisis eran confusos, no encajaban con las situaciones que los clientes contaban y los corazones ya no latían con la misma fuerza. Albergábamos la esperanza de sobrevivir con unas pocas personas que aún deseaban guardar en nuestros archivos ciertas cosas antes de que las dejaran de sentir. Y es que, si el sentimiento no era real, el sistema generaba un error y el archivo quedaba dañado para siempre.
El declive era inminente. Mientras las almas del mundo se silenciaban y la calma gobernaba sobre toda la civilización nuestro departamento empezaba a devaluarse. De mis ocho horas de jornadas laboral quizá tenía la suerte de hablar con dos o tres personas y, si el día era fructífero, incluso con cinco. El jefe ya nos había dado un aviso: la sección tenía sus horas contadas de vida. Clausuraría sus puertas en las próximas semanas. Me sentía frustrada, pero comenzaba a contaminarme de esa enfermedad que llamaban Apatía. Al cabo de los días todo empezó a darme un poco igual, total, nos habían asegurado un puesto para redactar comunicados oficiales del Estado y prospectos médicos. Todo muy a la par.
El último día no vino nadie hasta última hora. Empezaba a recoger mis cosas aunque faltaran 20 minutos para nuestro último fichaje de salida. Hasta hacía unos días me habría molestado que se presentara alguien a pocos minutos de cerrar, pero ahora no me importaba. Si tenía que hacerlo se hacía, no sufría de impaciencia, ni de cansancio y ni siquiera echaba de menos la familia que, quizá me esperaba en casa, o no. Entró una mujer con la mirada perdida, que caminaba sin confianza mirando a todos los que estábamos allí con una expresión de terror. Seguramente trataba de averiguar quién podría proporcionarle la calma que ansiaba encontrar. Y me eligió a mí.
Se sentó frente a mi escritorio. Yo dirigía la sección del registro de solicitud y el examen verbal inicial. A partir de ahí se llevaban a cabo los otros análisis dependiendo del presupuesto y las necesidades de cada cliente. Para evitar contacto físico también nos separaba una vitrina de cristal con pequeños orificios. Noté su nerviosismo y sus temblores a través del vidrio, hasta perfilaba las vibraciones de su inestabilidad. Apenas conseguía mirarme a la cara y todavía se percibía su rubor que le subía hasta las orejas, las cuales tenía coloradas. Los de mi sección habíamos sido elegidos por nuestra especial empatía y sensibilidad ya que éramos el primer contacto con el usuario y debíamos mostrarle confianza para que se animara a realizar más registros y aumentar nuestros beneficios. Pero ya nada de eso me importaba. La única incomodidad que sentía en ese momento era que el sistema de climatización no funcionara desde hacía días en medio de una ola de calor. Me limpié el sudor que caía por mi frente y sin mirarle a la cara le solté la batería de preguntas de iniciación. Viendo que no contestaba a ninguna de ellas alcé la vista y vi cómo me sonreía. Ella también sudaba, hacía un calor horroroso, pero al contrario que a mí eso no parecía importunarle en absoluto. Seguía temblando nerviosa y empezaron a brotarle lágrimas de los ojos. No obstante, su sonrisa se mantenía tan fija como su mirada hacia mí. Con este gesto el calor se disipó de repente y lo sustituyó un torbellino de sensaciones que me inundó por completo. Aparté los ojos del ordenador y la observé con total atención para percibir todo aquello que intentaba verbalizarme sin éxito. Con ella todo síntoma de la Apatía que había experimentado hasta esos instantes se esfumó y pude entrever qué sensaciones tenía, qué sentía, qué quería transmitirme.
Por fin logró mediar palabra y entre balbuceos logré distinguir las siguientes frases, inconexas, desordenadas, pero cargadas de tanto sentimiento que hubieran sido capaz de llenar todos nuestros servidores.
“Su voz era ronca, estaba medio rota y quebrada”
“Sus manos eran grandes, pero no paraban quietas cuando se emocionaba”
“Contaba chistes malos”
“Se reía si le decías algo bonito”
“Sus palabras no lograban decir nada”
“Pero su sonrisa hablaba más que su boca”
“Sus ojos hablaban más que su sonrisa”
“Sus abrazos hablaban más que todo lo demás junto”
Mientras me relataba como pudo lo que parecía la descripción de una persona con la que había tratado, con la que había mantenido algún contacto antes de que la Apatía pudiera olvidarle, no cesaba de llorar y de reír al mismo tiempo. Entonces empecé a escribir su caso fervientemente. Mis dedos en el teclado no paraban de seguirla, al mismo tiempo que yo misma me ruborizaba por todo lo que me contaba, erizándome la piel y aguantando un corazón agitadísimo que escalaba para escaparse por la boca.
En el momento álgido en el que ella disparaba palabras dispares como “noche”, “abrazos”, “besos”, “desapareció”, “no existe”, “imbécil”, “mentiroso”, “te quiero”, “te odio”, “¡¿por qué?!… Su risa, su llanto y hasta su voz desaparecieron, se esfumaron. Seguía mirándome pero ya no se esforzaba por escarbar hasta tocar la fibra de todo mi ser y lograr que me estremeciera tal y como estaba consiguiendo hasta ahora. Simplemente eran unos ojos que miraban a otros, sin más. Le rogué que continuara explicándome todo lo que pudiera, aunque fueran palabras sueltas que apenas eran capaces de entrelazarse entre ellas para relatar una historia. Por mucho que le imploraba no volvió a salir ningún sonido de sus labios. Cogió su bolso que descansaba en el suelo, justo al lado de una de las patas de la silla. Se levantó con las lágrimas aún brotando de su rostro que ni siquiera parecía percibir. Dejaba que se arrastraran por sus mejillas sin secarlas, como si realmente no estuvieran allí. Y salió por la puerta.
Me quedé inmóvil. Durante unos minutos mantuve mi mirada fija en la puerta por la que esa mujer había entrado tan solo 20 minutos antes. Algo dentro de mí aún albergaba la esperanza de verla aparecer de nuevo para contarme más sobre esas sensaciones. Y un acto reflejo en mi cerebro me hizo darme cuenta de que lo que realmente necesitaba era que se quedara allí conmigo para curarme, para liberarme de aquella enfermedad que nos acabaría matando el alma.
No recuerdo cuánto tiempo pasó. Tan solo acabé dándome cuenta de que mis manos seguían en posición de escritura en un teclado invisible, que la pantalla inexistente reflejaba lo que mis ojos querían ver y que mi corazón, lentamente, retornaba a palpitar mucho más lento, hasta conseguir una tranquilidad comatosa.
Antes de entrar definitivamente en el estado apático verifiqué quién firmaba en el último archivo del departamento de los sentimientos muertos, quién era esa usuaria que pudo explicar, apenas con palabras sueltas, con balbuceos, llantos y sonrisas, lo que le había ocurrido. Quién era esa persona que quedaría almacenada en un sistema de recuerdos que ya nadie vendría a recuperar.
Y entonces vi mi nombre.
Me encontraba al otro lado de la mesa, tras la vitrina de cristal. Miré a la puerta casi sin esperanza. Cogí mi bolso postrado en una de las patas de la silla y salí por ella. Me giré tras cerrarla con llave y moví el cartel de “Abierto” a “Cerrado permanentemente”. Caminé por un pasillo sin destino mientras empezaba a notar cómo mis orejas volvían a su color natural y mis lágrimas se secaban cada vez más rápido por mis mejillas.