Pocos han tenido la oportunidad de conocer a una de esas personas que corren más allá de la velocidad de la luz. Me siento afortunada por el privilegio de que, a causa de un accidente, se detuviera unos minutos para hablar conmigo.

Ahora ya no están de moda pero, hará algunos años, los corredores de la velocidad de la luz eran el último grito. Todo el mundo quería ser uno de ellos. Los noticieros siempre les dedicaban al menos un par de minutos al día. Aparecían en pantalla como leves destellos de luz y algunos vacilaban a la cámara parándose unos segundos para saludarla. No había muchos, pero mi único sueño en ese momento era conocer el truco para correr mucho más veloz que el límite que, hasta ahora, conoce las leyes de la física.

Aunque sean tan veloces normalmente no son torpes, un requisito indispensable para que no te choques con cualquier ser humano, con cualquier roca en el espacio, con cualquier planeta… pues tenían la habilidad, debido a la velocidad que podían soportar, de viajar a lugares remotos. Quizá era eso lo que me provocaba más envidia. Yo también quería experimentar ir más allá de la luz para poder experimentarlo todo, para poder verlo todo, para poder sentirlo todo…

Una corredora de la velocidad de la luz se chocó conmigo. Menos mal que solo estaba cogiendo carrerilla porque, si no, hubiera volado por los aires o me podría haber desintegrado en un abrir y cerrar de ojos. Me pidió disculpas infinitas veces, tantas que apenas se le entendían las palabras, las vomitaba, las expulsaba, las confundía. Apenas pude distinguir que me preguntaba constantemente qué podía hacer por mí para recompensarme por ese torpe golpe. Aunque, tranquilamente, le aseguraba que no me había hecho daño, encontré la oportunidad perfecta para que me contara cómo ser un corredor más.

Entendió mi pregunta al vuelo pero se quedó callada. Seguramente experimentó la lentitud del tiempo del resto de los mortales en ese preciso instante. El silencio. Se sentó a mi lado, en el suelo, pues yo aún seguía en la misma posición. Me miró a los ojos y me preguntó, esta vez con todas las palabras en perfecto orden y pronunciación, si estaba segura de querer ser uno más.

Me explicó que había conocido mundos increíbles, que había experimentado sentimientos de todo tipo, que había escuchado las más dulces melodías, que había olido los más sabrosos olores y había palpado las pieles más suaves. Hasta se había percatado de las miradas más tiernas de todo el Universo. Pero un corredor de la velocidad de la luz no puede parar, su anatomía le empuja, su cerebro responde aunque su corazón quiera parar un instante y respirar, dejar de latir a 1000 por hora por correr a tanta velocidad no les está permitido.

Empezó a sudar y a ponerse nerviosa. Su cuerpo empezaba a activarse y pronto tendría que salir disparada como un rayo para atravesar la barrera del sonido y, posteriormente, la de la luz. Antes de eso y, con lágrimas en los ojos, me confesó que, a pesar de poseer esta habilidad que le permitía viajar a todas partes, nunca tenía tiempo para poder contemplar esa mirada, para enamorarse de los olores que percibía durante un microsegundo, de no preocuparse jamás por el paso de las horas al acariciar esa piel tan suave y, sobre todo, no temer que, en cualquier momento, su cuerpo saliera disparado cuando su corazón había encontrado el lugar perfecto donde refugiarse.

Por supuesto, jamás la volví a ver. Como estaba de moda casi todos los seres humanos se convirtieron en corredores de la velocidad de la luz.

Apenas quedamos unos pocos que nos prometimos no correr nunca más.

Ojalá pudiera verla de nuevo para darle las gracias.

Ojalá pudiera verla de nuevo para decirle que se quedara.