El otro día me encontré con mi amiga Estefanía, a la que no veía desde el instituto. La pobre llevaba sin beber agua unos 4 años. Su estado era lamentable: sus ojos caídos, la boca exigiendo saliva y la lengua rota por la deshidratación. Asustada por la imagen que me mostraba, le ofrecí mi botellín de agua. Ella se abalanzó hacia él al asomarse por la cremallera abierta del bolso. Bebió todo el contenido pero, al contrario de lo que debería pasar, su estado empeoró.

Quería llorar pero no le quedaban lágrimas. Se las había bebido todas.

En el agua se crearon los primeros seres vivos. Sin ella el ser humano no existiría. Pero hay riachuelos de un agua muy distinta, fluye por otra parte del cuerpo y se escapa en actos y sonrisas.

«¿Pero qué hace uno cuando tiene sed y el agua no está cerca?»

Esto fue lo último que me dijo Estefanía antes de caer al suelo sin vida.

La autopsia reveló falta de cariño, soledad crónica y una terrible melancolía y desasosiego por una mirada gris que nunca volvió a reconocer.