El otro día me dio por probar a hacer un pastel. Pero no sabía qué sabor escoger. Así que rebusqué en los cajones de mi antigua vida a ver si encontraba inspiración. Recetas antiguas de cocina, manuales para hacer postres, fascículos pasados de galletas caseras…
Había sabores empalagosos, amargos y otros tantos bastante sosos.
Probé con el dulce. De estos tenía muchos para elegir. El chocolate sabía demasiado a chocolate. Empalagoso hasta aburrir. Tiré el pastel con algo de pena. Intenté compartirlo pero nadie lo quería.
La nata nunca me había gustado del todo, pero era cuestión de intentarlo. Este pastel me salió riquísimo. Lo guardé en la nevera… No sé para qué porque lo saqué a los pocos segundos para zampármelo entero. Al rato, me sentí culpable por habérmelo comido todo.
Aún así no estaba llena.
Pasé a los amargos.
Café… el olor el café me entumece los sentidos y me relaja el espíritu. Sin embargo, mi pastel de café era lo más asqueroso que había comido nunca. No hizo falta probarlo, fue olerlo una vez sacado del horno y tirarlo a la basura.
No quise probar con más amargos así que lo intenté con el queso.
Tarta de queso con frambuesas. Suena tan bien que ya dan ganas de comer hasta sus propios caracteres, ¿verdad? Siento decepcionaros pero no tenía sabor, ni textura, ni color, no tenía ni puñetera gracia. Qué desperdicio de especie, qué desperdicio de harina y huevos. Marcha atrás… aprovechemos esos ingredientes.
¡Pastel de carne! Puag…
¡Galletas de limón! Demasiado ácido.
¡Magdalenas de canela! Esponjosas y vomitivas.
¡Joder! Desisto…
Tiré todos los manuales de cocina, las recetas de postres y pasteles. Saqué la basura cargada de pasteles enteros, cáscaras de huevo, bolsas de harina y miles de cartones de leche.
Volví a la cocina, toda patas arriba. Un desastre.
Lloré de frustración. No sé ni hacer un puñetero pastel, ni unas estúpidas galletas, ni tampoco hornear unas simples magdalenas.
Sonó el teléfono. Era Raquel, una amiga de clase:
– Hola Raquel…
– ¿Qué te pasa? Te noto la voz decaída.
– No sé hacer un pastel. Y sigo teniendo tantísma hambre…
– Tienes antojo.
– Será eso. Pero he comido de todos los que he hecho pero sigo con el estómago vacío.
– Bah… ve al súper que tienes al lado de casa. Ahí están buenísimos. Así ni se te ensucia la cocina y no te comes la cabeza.
– Pero…
– Pero nada. Ya no existe la buena cocina, ya no hay ricos sabores. El paladar es otro. Adáptate a los cambios. Debes acostumbrarte, aunque tu estómago lo rechace los primeros meses.
– Yo sólo quería elegir mi sabor…
– Pierdes el tiempo. Ellos ya te eligen a ti.
Fui al súper y cogí el primer pastel que vi. No sé ni de qué era, ni me importaba.
Me senté en el suelo de una cocina empantanada de harina en los azulejos y trozos de chocolate en los armarios. Había dos pobres cáscaras de huevo a mi lado.
Tenía el pastel entero en la mano con el envoltorio medio abierto. Cogí un trozo con el tenedor y me lo llevé a la boca.
No sabía a nada.
– … ¿que no te supo a nada?, ¿y te pareció raro? Mujer… vives en otro mundo, en otro tiempo. Mejor que te sepa a nada a que acabes vomitando por las esquinas cualquier pastel que intentes hacer.
Nunca más volví a cocinar.