La mente hace cosas maravillosas. Hoy os voy a hablar de un sueño que tuve anoche que se mezclaba con el aterrador suceso de perder un vuelo que te ha costado miles de euros y que te lleva a un destino muy, muy lejano. Sin embargo, mi cabeza ha sido capaz de engendrar el lado positivo de un destino que parecía truncado por una maleta que nunca se facturaba, que acortaba los minutos para que impidiese el viaje a un enorme país llamado Australia.

Es curioso que, en un aeropuerto que se mezclaba con el de Barajas de Madrid, el del Prat de Barcelona y el de Málaga, hubieran algunos amigos míos que se perdían entre la gente buscando dónde poder facturar sus maletas. Yo no sabía dónde estaba y nunca supe cómo acabé llegando a un pueblecito inventado en mi cabeza, pero que sabía que estaba situado en Australia. ¿Existirá de verdad? Si alguna vez tengo la suerte de visitar este país, seguro que tendré algún déjà vu de locales que visité en mis sueños, de playas paradisíacas y sobre todo de un cielo estrellado tan diferente del que acostumbro a ver aquí.

Una habitación de hotel algo destartalada pero con mucho encanto. Al asomarme por la ventana divisaba un pueblecito costero de pocas casas y gente que era feliz. Es de esos lugares donde encuentras la paz casi sin darte cuenta y te sientes totalmente encajada. No quieres irte de allí, solo quieres desaparecer las veces que haga falta para volverte a encontrar en esa habitación de hotel, caminar por sus callejones sin salida pero cargados de olores de pan recién hecho, de frutas que solo se encuentran allí, de especias que se mezclan con melodías tenues y enigmáticas que te transportan a la felicidad.

Y ahí estaba él. Me encantaría poder describíroslo con todo detalle, pero mi mente solo me recuerda lo a gusto que me sentía con él. Sé que era alto, que era rubio y que su acento español era perfecto. De hecho, le llegué a preguntar cómo que en Australia la gente sabía hablar español de manera espontánea como si fuesen originarios de la mismísima Castilla. Él se reía con mis preguntas, me agarraba de la mano, una mano fuerte, grande y totalmente segura de que yo quería quedarme con él.

Primero paseos por las calles estrechas y empinadas de este pueblecito australiano onírico e inconsciente que mi mente se había inventado. Luego una acogedora cafetería donde conocí una niña que quería jugar con mi colgante de esqueleto de T-Rex porque, según ella, le daría suerte en los juegos de azar con los que pasaba el rato con sus amigos. Durante el café, él me hablaba de Australia, me ensimismaba con sus ojos verdes y su sonrisa de oreja a oreja que era incapaz de cerrar. Me miraba tan intensamente que no podía dejar de tiritar. Pero no hacía frío, a pesar de que era invierno en el Hemisferio Sur habiendo yo partido de un verano en el Hemisferio Norte.

No sé cómo acabó mi sueño. Solo sé que me volviste a coger de la mano y me llevaste a la playa más perfectamente solitaria donde la arena brillaba con la luz de la Luna que, de repente, se apagó. Entonces me dijiste que mirara hacia el cielo. Las estrellas no me eran familiares, ninguna de ellas. Me enseñaste nuevas constelaciones y vi como titilaban al son de tus palabras que, con cada letra, me iban enamorando.

Cuando me desperté quise quedarme un rato más semi inconsciente, indagando más en esas sensaciones que me transmitió un país totalmente desconocido para mí.

Tengo que agradecer a mi subconsciente ser tan benévolo conmigo cuando el día había pasado sin pena ni gloria, sintiéndome sola cuando todo el mundo celebrara una festividad que yo recuerdo feliz antaño, cuando era niña. Se apiadó de mí, me agarró el corazón y lo transportó a mi mente sabiendo las ganas que tengo de viajar lejos y perderme en lugares que calman el alma de los que siempre, siempre, quieren un poquito más.