Se apagan las luces, el silencio reina y la oscuridad prospera. Es entonces cuando puedes atrapar a Aya y cuestionarte de dónde viene y por qué está aquí.

Escuchar al frío es lo que más le gusta. Se casa con la noche y el viento en una ceremonia de estrellas fugaces invisbles al ojo humano. Aya no vive en este mundo ni tampoco en el más allá porque ella está en todas partes y no lo está. Sin embargo, acompaña a las almas errantes y a los que sueñan con ilusiones rotas.
Puedes verla mientras hueles a café recién hecho, cuando te fijas en la primera hoja marchita que cae a principios de otoño, cuando presientes la espuma de la ola que vuelves a ver cuando te reencuentras con el mar. Ahí está cuando te tumbas a escuchar el corazón de un ser querido, vuelve cuando lágrimas de orgullo no son capaces de deslizarse por tus mejillas, cuando tu oído se excita con una melodía llena de recuerdos. Te avisa de que existe haciéndote un rasguño en tu mejilla con una uña que se acaba de partir, te cala los huesos con el duro aire invernal y te hace sentir que desfalleces con el calor más árido que has podido notar jamás. Hace que veas en la oscuridad de tus pesares y te hundas cuando crees que gozas de felicidad.

Por mucho que lo intentes nunca podrás atrapar a Aya. Confórmate pudiéndola tocar, oler, ver, escuchar, saborear y sentir.
Sólo si consigues habitar en un lugar sin luz, sin ruido y sin vida podrás encontrarte con el cuerpo de Aya mientras su alma recoge cada recuerdo del mundo.

Esto es una declaración de intenciones. No soy AYA, pero eso no quita que quiera convertirme en ella.