Hace unos meses me invitaron a una fiesta del todo singular. Podías ir como quisieras con la única condición de que te pusieras una máscara veneciana y no te la quitaras en el trascurso del evento.
Acepté ya que me habían hablado muy bien de él.
Opté por mis mejores galas y, aunque sé que nadie podría ver mi verdadero rostro, me maquillé como nunca antes. Incluso fui a la peluquería y al salón de belleza. Nunca sabes cuándo va a surgir la oportunidad de encontrar a ese «alguien» que cuentan que es para toda la eternidad.
Estaba tan segura de mí misma que me autoconvencí de que, durante la noche, alguien se quitaría la máscara para mí y yo lo haría para esa persona mostrándole mi verdadero rostro, mi verdadero ser.
Los nervios corrían por mis venas erizando mi piel a medida que se acercaba la hora del evento. Tenía la extraña sensación de que algo iba a cambiar, de que algo emocionante iba a acontecer en apenas unas horas.
La fiesta de las máscaras venecianas tenía lugar en una vieja mansión del siglo XIX. Podía percibirse que existía por las luces que emanaban del interior, así es como pude localizarla tras un pequeño recorrido de tierra que construía un camino alrededor de un denso bosque. Me sentía como si formara parte de un poema de Edgar Allan Poe. Sin embargo, estaba situada en el año 2018, aunque mi corazón iba notando como el tiempo se paraba, que no existía el pasado, el futuro y, mucho menos, el presente.
Cuando llegué a la puerta tenías que tocar un total de seis veces y decir la contraseña: «ilusión».
El interior era mágico, era de otra época, de otro planeta, de otro universo… Me adentré en una enorme sala decorada al estilo barroco donde cientos de personas bailaban con música actual. La ropa de cada uno de ellos era totalmente diferente. Algunos prefirieron elegir trajes relacionados con la edad dorada italiana, otros vestían simplemente con unos vaqueros y una camiseta y, allí estaba yo, vestida con un precioso vestido de color violeta que llegaba hasta mis pies con pequeñas perlas que brillaban hasta en la más profunda oscuridad junto con un pelo rojo como la sangre. Mi máscara simbolizaba un felino con retazos dorados y plateados que esbozaban una pequeña sonrisa dulce e inocente.
Me colé entre la gente buscando algo para beber, pero no existía comida ni bebida. Era curioso porque, a medida que pasaba el tiempo, no sentía sed y, mucho menos, hambre. Notaba como la máscara se adhería a mi rostro. Cuando intenté tocarla para levantarla por esta extraña sensación alguien me cogió por el brazo y me llevo a un rincón más vacío y empezó a bailar conmigo.
Yo escuchaba una dulce voz tras una máscara ennegrecida por el uso pero que, extrañamente, me atraía sin más. Me olvidé de las máscaras, me olvidé de comer o de beber, me olvidé del tiempo y del mundo. Sentía jolgorio y emoción de un rostro que se abría ante mí y que me transmitía la suficiente confianza para comernos el universo, si me lo pidiera.
Tras horas bailando y riendo decidimos salir al balcón para tomar algo de aire y permitir que el sudor se disipara. Notaba cómo, mientras me explicaba su vida, sus ideas del pasado y sus ideas de futuro, mi corazón latía más fuerte. Ensimismada toqué su máscara y me sentí confiada para poder quitarme la mía, dándome igual hasta si el maquillaje se había corrido y si ya no estaba tan perfecta como cuando entré.
Pude desprenderme de ella lentamente olvidando ese miedo a que se hubiera quedado pegada a mi rostro como cuando entré, desconfiada, con miedo, con hambre, sed e, incluso, desesperación. Él todavía poseía su máscara vieja pegada a su rostro.
Por fin pude quitármela y, mirándole a sus supuestos ojos, le sonreí.
De repente… ¡un grito de horror! El chico de la máscara ennegrecida salió corriendo. No entendía nada pero mi alma me pedía seguirle. Entré de nuevo a la gran sala llena de personas. Giraban sus caras a mi rostro desnudo de cualquier máscara veneciana y comenzaron a escucharse gritos de desesperación y me di cuenta de que, yo misma, provoqué una gran estampida.
Me quedé totalmente sola en una gigantesca sala con una música animada que sonaba en bucle.
Tras varias horas postrada en el suelo lo entendí absolutamente todo.
El mundo no está preparado para las personas que van sin máscaras. El mundo tiene miedo a la realidad. El mundo tiene pánico a la auténtica verdad del alma.
Postrada de rodillas y con lágrimas derramándose por mis ojos, cogí mi preciosa máscara veneciana que aún continuaba en mi poder y la coloqué suavemente sobre mi cara.
Se adhería, se pegaba, se fusionaba conmigo… comenzaba a formar parte de mí. Intenté desprenderme de ella pero, esta vez, era un caso imposible. Sin embargo, me daba igual. Si quería sobrevivir debía llevarla toda mi vida.
Antes de salir de la mansión me miré en el espejo de la entrada y noté como la máscara sonreía con ligera tristeza.
Cerré la puerta de un portazo.
Esta canción de Moderat me inspiró para escribir este relato: