Existió un mundo donde las personas eran puzzles. Algunos eran más complejos que otros. Cuando nacían estas personas estaban totalmente completas, con todas las piezas en su sitio. En la infancia son enormes, tal y como son los rompecabezas para los pequeños de corta edad. Por eso, cada vez que se deshacían en pedazos, era fácil reconstruirlos con juegos, con sonrisas, abrazos y mimos. Eran felices con nada.

A medida que se sumaban los años las piezas eran cada vez más pequeñas y se contaban ya en cientos. Ahora, si se volvía a descomponer, para volver a montar este puzzle ya no valía cualquier juego o cualquier carantoña para que tuviera una imagen completa. Había veces que se intentaba poner una pieza en el lugar que no le correspondía y eso dolía mucho, ya que no era posible completar el puzzle si no se hacía de la manera correcta.

El tiempo pasa y las piezas de los rompecabezas que existían en este mundo tan icónico ya se cuentan por miles. Las personas tenían miles de piezas que creaban personalidades, caracteres de distinta índole y experiencias que marcaban el dibujo final que el puzzle completo reflejaba.

La mayoría de ellos estaban completos o casi completos. Caminaban mostrando la imagen que reflejaba este juego que lleva siglos existiendo entre nosotros. Había imágenes realmente bellas. Comprendías que, cada uno de ellos, tenía a alguien que podía construirlos, montarlos, crearlos de nuevo cuando se descomponían, cuando se derrumbaba la montaña de piezas que encajaba a la perfección.

Yo conocí ese mundo y no siempre era feliz. Caminaba por sus calles atestadas de esas personas representadas por puzzles de miles piezas redondeadas o rectangulares. El cielo brillaba con un intenso color azul mientras los edificios intentaban alcanzar el cielo sin éxito. A veces encontrabas en los rincones escondidos puzzles totalmente deshechos y abandonados. Estaban así porque no tenían a nadie que les arreglara, que se preocupara por ellos, que pudiera estar ahí cuando el mundo se les venía encima. Sí, este mundo idílico donde siempre brillaba el Sol y las piezas que más abundaban eran las de las sonrisas.

Me acerqué a un puzzle deshecho, totalmente descompuesto y lleno de polvo. Miré con atención sus piezas, eran realmente bonitas. Seguro que, montado, tendría que ser la imagen más hermosa que había visto nunca. ¿Cómo alguien podía deshacer este rompecabezas tan increíble? ¿Qué habría pasado? Quise descubrirlo y empecé a montarlo. Pieza por pieza iba observando la imagen que recreaba. Un precioso cisne de alas blancas en un lago cristalino con árboles de flores de cerezo mejoraban la vista con su color rosado.

Me faltaba una sola pieza, justo la del centro para completarlo, pero no logré encontrarla jamás. Hay una regla en este universo: si falta la pieza central el puzzle no podrá tener vida. Estuve horas buscando sin cesar pero no tuve éxito. Dejé el puzzle sin completar y acabé rindiéndome.

Después de aquello, nunca más supe del mundo de los puzzles hasta que, en una ocasión, en la vitrina de una tienda vi la imagen del cisne de nuevo. Sin dudarlo ni un momento compré ese precioso puzzle de un millón de piezas.