Hace poco me vino a la mente la historia de una persona que vivió encerrada mucho tiempo en un refugio. Era una mujer de lo más normal, de esas personas que simplemente pasan desapercibidas porque son iguales que el resto, nada les diferencia hasta que te cuentan su historia. Empezamos a hablar en la sala de espera de un avión que no se decidía a despegar. Han pasado décadas pero sigo recordando sus ojos cristalinos de lágrimas de alivio que quieren a caer y su voz, una voz segura y poderosa que te seducía mientras su mirada no cesaba de analizarte.
Ella pensaba que sería un refugio seguro, de esos de los que, si escapas, es porque estás loco de remate. Pero algo la incitaba a salir todo el tiempo, ella le llamó algo así como una curiosidad innata que la poseía constantemente. Todo, absolutamente todo, debía investigarlo y preguntarse mil veces por qué. Y un refugio no está hecho para los «por qués» así que tuvo que marcharse a pesar de las negativas de todos los que allí habitaban.
Llegó el momento en el que decidió huir de ese lugar de confort. Nada más salir se tropezó y se dio de bruces contra el suelo impidiéndole seguir hacia adelante. Este suceso le ocurrió decenas de veces hasta que llegó un momento que no pudo más y tuvo que darse la vuelta. Volvió al refugio esperanzada, deseando encontrar la calma y el relax que tanto echaba de menos tras tantos y tantos tropiezos. Un refugio, si por algo se le llama de esa manera, es porque está para un cierto tiempo. Cuando pasara el peligro es necesario salir para sentirte libre, sin daño alguno. Es algo que explicaba a los que allí estaban con ella, pero no parecían entenderle. Solo el más anciano de todos le explicó que, cuando se refiere al refugio del alma, nunca es seguro salir al exterior.
Pasaron años. Se sentía segura, pero no sentía ninguna cosa más. Recordaba las veces que se había tropezado. Un instante en el que sientes dolor, en el que sientes algo, en el que te sientas viva aunque maldigas, traiciones tus pensamientos y destroces toda tu moral. Y decidió que esa vez iba a ser diferente.
Cuando ella salió, volvió a tropezar y dolió. No obstante, supo cómo curarse las heridas esta vez. Los que habitaban en el refugio con ella le contaron que nunca encontraría una salida al largo sendero y que, el mismo, le pondría trampas constantemente. La más dura era la de los espejos. Cuando se miraba al espejo sentía verdadero pánico de la imagen que se reflejaba. Nunca se había sentido tan muerta por dentro y jamás pensaría en no reconocerse frente a él.
En ese instante paró de contarme su historia y yo tuve que insistirle en que continuara, necesitaba saber por qué siguió a pesar del inmenso dolor que su expresión recordaba de aquellos años. Y en ese instante me miró sonriendo y me confesó que le gustaba verse con rozaduras en los tobillos, sangre en los talones, rasguños en los muslos, arañazos en los senos y hostias en la cara. Por muy magullada que estuviese logró por fin reconocerse frente al espejo. Fue entonces cuando pudo sonreír por primera vez fuera de su refugio. Y, también, pudo soltar sus primeras palabras:
«Soy yo. Ya estoy aquí y no pienso volver».