Fuera de lo común. Sí, hubo una ocasión en la que me topé con alguien fuera de lo común, quien no veía el mundo de la misma manera que lo observa la mayoría de las personas que conocerás en el transcurso de tu vida, quizá ninguna. A veces tenía la sensación de que se había estancado en otro tiempo y, en otras ocasiones, me sorprendía su forma de enfrentarse a las consecuencias como si de un erudito del futuro se tratase, adelantado a su época, más vivo en el futuro que en el propio presente.
Pero ni el más malvado de todos los cuentos de hadas, ni el ser más apático y solitario y, mucho menos, el gánster más asusto es capaz de desafiar las incongruencias de la vida. Y así fue como le conocí.
Pasaba por la vida sin despeinarse, como si se tratara de fotogramas de una película eterna de la que no pensaba ser protagonista jamás, ni siquiera de su propia vida. Le daba igual tanto la vida como la muerte. No le temía a absolutamente nada, seguramente por eso se convirtió en un gánster, el más codiciado y demandado por las altas y bajas esferas. Nunca te percatarás de sus emociones, tampoco te darás cuenta si da saltos de alegría y mucho menos le va eso de derramar una lágrima de comprensión por alguien amado. Pero tampoco le hastiaba la pena, la tristeza o el desamor. Ni siquiera se paraba a preguntarse el por qué de las cosas que sucedían. Nada le impedía avanzar en su camino plano, plagado de escalas de grises mientras realizaba su trabajo a la perfección.
Un día como otro cualquiera se topó con alguien que le removió las entrañas y le hizo cosquillas a su mente.
Esa persona era todo lo contrario al gánster. Estaba tan llena de vida que las emociones brotaban desde lo más profundo de su ser hasta expresarse en puños cerrados de furia, en lágrimas de desesperanza, en infinitas sonrisas de alegría y en pelos que se erizaban en una piel que no podía dejar de sentir. Le obnubiló. Y, a partir de ese día, empezó a despeinarse, a ver el mundo desde otra perspectiva. Descubrió lo que era tiritar de frío, se percató del sudor que le provocaba el estrés, el cansancio de no dormir en dos días, de los jadeos que no podía evitar al excitarse cuando hacía el amor, de esas mariposas que brotaban desde su estómago hasta tornarse en una sonrisa verdadera cuando se cruzaban sus miradas.
Y sabía que, para conquistar a esa persona, debía erigirse como el mejor de sus amantes, debía ponerse a su altura. Era de otro mundo y se le había plantado delante como un reto, como una misión más de la que, por mucho que lo intentara, no saldría ileso. Sentía dolor, sentía esperanza, sentía amor, sentía odio y felicidad. Pero no le importaba, de hecho, lo deseaba si esa persona estaba involucrada en esos sentimientos.
La última vez que vi al gánster me confesó por primera vez que tenía miedo a morir porque, si eso ocurriera, no podría verla nunca más.
Pasaron meses sin noticias. Ni en las altas y bajas esferas lo habían visto más. Dentro de mí me esperancé a pensar que se habían fugado juntos. Quizá dentro de este mundo o en otro cualquiera.