Había pasado casi una década desde que no veía a Aya. La encontré por casualidad sentada a las puertas de un establecimiento de comida rápida que llevaba horas cerrado. Fumaba un cigarrillo de liar al que apenas le quedaban unas caladas. Llovía a cántaros y ambas creo que habíamos pensado refugiarnos bajo la cornisa de este lugar hasta que el cielo dejara de llorar sin descanso.

Al principio nos miramos pero no nos reconocimos. No recordaba lo bonita que era: con una cara angelical que esconde un pasado oscuro que haría temer hasta al mismísimo Lucifer. Aunque hubieran pasado casi 10 años desde la última vez que la vi seguía teniendo los mismos auriculares y exactamente el mp4 que le acompañaba cuando pasábamos las noches en vela contando las estrellas en la playa. Su cabello rojizo como la sangre, que no necesitaba tintes para mantener su brillo intacto, su piel aterciopelada que no era de este mundo y unos ojos verdes cristalinos que se iluminaban aunque la noche fuera cerrada. Pero seguía oculta bajo la capucha de su sudadera, negra y algo corroída por el tiempo que había pasado desde que no nos veíamos en ese lugar.

No me miró mucho tiempo a los ojos en los pocos minutos que permanecimos sentadas, una al lado de la otra, pero sin llegar a rozarnos. Sin embargo, sentía su presencia como la de un fantasma que te contagia de melancolía. No obstante, esta vez, ella logró cogerme de la mano. Noté sus dedos huesudos y débiles, cuya piel suave y fría me hacía estremecer.

Y, con leves susurros, me citó lo siguiente:

«Hoy propongo un brindis.

Por aquello por lo que tanto he luchado que, acabado en pena y gloria, desguaza mis sueños enseñándome la más inmensa inspiración de la verdad. Que inunda mis pesadillas con la purificación de tus sonrisas. Por esos momentos que me hacen sentir como el más inocente de los niños, agarrando tu mano y desgarrando mi corazón. Por los ojos que dicen más que todas las palabras del mundo. Por el sabor que impregna el aire cuando te acuerdas de mi. Y por los miles de momentos que, sin duda, sería capaz de vivir todos los días de mi vida, hasta la saciedad. Sin pensar en el mañana, sin ver la oscuridad.

Hoy brindo por nosotros dos… en perfecta soledad.

Me gusta como eres»

Mientras pronunciaba estas palabras mi mente viajó a más de una década atrás.

A veces Aya no destruye almas sino que te traslada a aquellos años en los que te sentías amada de verdad, en los que no existía un extenso catálogo de personas a elegir bajo una carta de fotos falsas y frases filosóficas sin sentido, en los que podías centrarte en observar el paisaje a tu alrededor y conseguir entrelazar palabras, gestos y sonrisas a través de la observación y el coqueteo hacia la persona que tienes frente a ti. Sin corazas, sin espejos, sin un catálogo previo.

Se levantó sin demasiado esfuerzo, me miró con esos ojos verdes que hielan el alma. Ella esbozó una leve sonrisa para mí que me llenó de esperanza. Avanzó a través de la lluvia espesa mientras terminaba el cigarrillo que estaba fumando. El humo se disipaba junto a su silueta.

Tarareaba «Me gusta como eres».

Imagen de Gentle07