Como seres humanos con sus cincos sentidos en orden tendemos a querer mirar con los ojos abiertos. ¿Alguna vez has intentado cerrar los ojos y observar lo que tienes a tu alrededor?

Fui una de las pocas personas privilegiadas a las que invitaron a la fiesta del humo. El objetivo básicamente era no ver, simplemente sentir. Lo que no me contaron es que la gente iba allí para ignorar la realidad a la que estamos acostumbrados, a la rutina, al desgaste del día a día.

Me soltaron sin darme ninguna explicación. Al principio mantuve los ojos abiertos para entender en qué lugar me encontraba. Intenté disipar algo entre un humo tan espeso que hacía que mis lacrimales respondieran al tacto rugoso provocando un escozor que finalizaba con lágrimas enormes que recorrían mis mejillas. Mis ojos no conseguían ver nada pero eran capaces de absorber el aroma de la putrefacción de días eternos sin ducha, sin nada que llevarse a la boca, sin oportunidad de descanso. El humo distorsionaba mis pasos aunque era capaz de notar la presencia de decenas de personas que se encontraban allí conmigo. Era incapaz de averiguar si el espacio en el que me hallaba contaba con paredes y techo. Tan solo palpaba con mis zapatillas gastadas un suelo liso y resbaloso.

Con los ojos aún abiertos me choqué con alguien, pero no podía ver cómo era. Empecé a inspeccionarlo con mis manos. Algo más alto que yo, la piel estaba algo seca, casi sin vida. Cuando posé mis manos sobre sus ojos me di cuenta de que los tenía cerrados y, cuando rocé sus labios, noté su sonrisa. Pero él no me respondía. Simplemente dejaba que le tocase sin ningún remordimiento, sin ninguna reacción.

Así sucedió con unos cuantos más pero nunca nadie respondía a mis caricias. Tampoco hacían caso a mi voz, la cual se quedaba sobrevolando en el aire sin encontrar ningún receptor que la escuchase. Sin embargo, todos ellos tenían en común una postura rígida, inamovible y, sobre todo, que sus ojos se encontraban cerrados y su sonrisa permanente.

Pasaban las horas, incluso llegaron a pasar días y me sentía desesperada intentando encontrar la salida entre todo ese humo espeso. ¿Por qué me invitaron? ¿Por qué acepté? ¿Qué querían de mí?

Los ojos no dejaban de picarme y de escocer. A causa del agotamiento me desplomé hasta quedarme profundamente dormida. Noté un ligero roce en mis brazos, apenas fui capaz de sentir cómo me levantaban y me ponían de pie, totalmente rígida.

Unas suaves manos cerraron mis ojos y expandieron la comisura de mis labios hasta hacerme sonreír. Pasados unos minutos ya no sentía nada, pero mi cerebro sabía que me estaban manipulando, que me estaban utilizando, que hacían de mí lo que realmente querían sin yo tan siquiera darme cuenta, sin poder reaccionar.

Sabía que estaba sonriendo y que mis ojos ahora estaban cerrados.

Lo último que pude apreciar antes de desaparecer de mí misma fue que alguien me susurró:

– Ignora el humo y sonríe.