Me siento imbécil. Un día horrible, de los más horribles. Por la mañana me han echado del trabajo, la crisis, es algo que a cualquier becario en prácticas o currante sin contrato fijo le pasa en esta época de mierda. Más tarde me he torcido el tobillo y he roto el tacón de uno de mis zapatos favoritos, mala pata, eran muy caros y muy bonitos, ideales para causar buena impresión en las entrevistas de trabajo. Pero, ahí no está lo peor de mi día, la soledad sigue acechándome en cada esquina y el diablo me espera en el Infierno. No he tratado bien a mi vida y me esperan largas sendas en el purgatorio, vagando entre los inmortales. Sola en la cama, pienso en ti, es mi único alivio, pero he de volver como loca a buscarme la vida, a ganarme el pan, a ser alguien, a vivir independiente sin depender de nada ni de nadie.
Pero el horror de la soledad me acecha, el sentimiento melancólico me reconcome, siento que todo está perdido. La gente pasa por mi lado pero siento que solo existo yo y nadie más, que todos están pendientes de sí, y que nadie es capaz de prestarme una mano para ayudarme, para salir del pozo sin fondo en el que me siento ahogada, perdida, huraña, soñadora y herida.
Aún así, cuando más perdida estás, cuanto más echas de menos ese sentimiento, las esperanzas no me abandonan. Llego como cada noche a casa, con la ilusión de volver a verte. Pero no sucede y lloro lágrimas secas de desesperanza.
Una vez perdidas las ilusiones, olvidando las largas esperas de un destino más fortuito vuelvo a casa como cada noche, pesadumbrada en mis cosas, reticente en mi soledad. Cuando voy a cruzar la esquina que me lleva a la puerta de entrada diviso un coche que me es familiar, camino hasta las escaleras que concurren al portal y ahí estás, bajo una capa de lluvia y viento que asustaría al más feroz de los héroes clásicos. Pero ahí permaneces sonriente para mí, sin ni siquiera pensar por algún momento que estarías allí. Sin embargo, ahí estás, solo para mí. No puedo contener la emoción de mis lágrimas y abrazarte, porque es lo que más deseo. Rescátame. Líbrame. Necesito apoyarme, cada vez me tambaleo más. Pero tú me sujetas con tus manos de dulce algodón, que hacen descansar mi alma solitaria y austera. Tú. Tú. Tú. Te deseo y estás allí, te predico en mis sueños y allí apareces como el Espíritu Santo. Eres mi Pentecostés que me das sabiduría y confianza para seguir creyendo. Me has rescatado de mi pozo sin fondo. Solo puedo abrazarte y que sientas mi calor agradecido. Sube conmigo, hagamos el amor y seamos uno y podré alcanzar la felicidad que todos anhelan en un instante efímero, desafiante del tiempo y el espacio de esta dimensión conocida.
No sabes cuanto deseé verte en mi puerta esperándome para abrazarme, sin apenas haber cruzado dos palabras y que me soltaras un «no sé por qué, pero tenía que venir». Gracias.
Sin embargo esto solo ocurre en las películas y más comúnmente en mis sueños. Estas cosas nunca se hacen realidad. Así es la vida. No obstante, siempre es bonito saber que si el ser humano ha sabido mostrar estas sensaciones, estas escenas que ya se alzan como cotidianas, es que cualquiera lo desea tanto como yo, como yo y millones de personas más.
Y deseo tantas cosas…