Hace un par de días terminé de leer una de las novelas más aclamadas de Stefan Zweig: La Impaciencia del Corazón. Un apasionante relato que describe las dos formas de compasión:

Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por liberarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar del alma propia la pena extraña, la otra, la única que importa, es la compasión no sentimental pero productiva, la que sabe lo que quiere y está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta el limite de su sus fuerzas y aun más allá de este limite.

464 páginas que narran la historia del teniente Anton Hofmiller en los albores de la Gran Guerra. Pasa de ser un desconocido militar que se centra en el regimiento y en las tertulias de café y cartas a ser el redentor y ángel de la esperanza de una familia rica húngara, los Kekesfalva. El anciano Lajos von Kekesfalva encuentra consuelo en el teniente que anima y da fuerzas a su hija tullida de 17 años, Edith. Al principio todo es fácil, cómodo, el pasar las tardes con una familia amable que le brinda de alabanzas y agradecimientos por su compañía y desinterés. Pero la joven Edith es apasionada y no lograr vivir con sus piernas inválidas. Su única fuerza es el amor que siente por Hofmiller, pero éste, verdaderamente, ¿qué siente? ¿compasión, pena o verdadero amor?

El libro me intrigó de tal forma que noté la pasión y la fuerza irrebocable de la pequeña Kekesfalva y la situación crítica del teniente. De él dependía la felicidad de una chica joven, desesperada e inválida. Pero el corazón es impaciente y confuso.
De lectura afable, descripciones bellas de una Austria ausente de la Gran Guerra pero que se asoma a la ventana cual paloma en busca de cobijo.

La obra, en definitiva, te muestra que la piedad es peligrosa y que la naturaleza humana va más allá de la razón.