Dicen que, fuera, el Sol brilla con tanta intensidad que puedes divisar hasta el punto más lejano que alcanza tu vista con total claridad. Al principio no me lo creía. No confío en los rumores, ni siquiera en los que parecen ser certeros. Sin embargo, todo este asunto me parecía tal cuento de hadas que lo había obviado, no le había dado la más mínima importancia.
Pero ya son varias las pruebas que dictaminan que la luz brilla y que proviene de esa estrella, la cual yo tenía olvidada. Lo que nadie cuenta es que abrasa, pero que calma a cualquier alma descarriada, a cualquier ser que respire y cuyo corazón todavía lata. Al menos es ese fuego lo que yo siento cada vez que, tímidamente, asomo una mano desde la ventana. Ni siquiera he sido capaz de abrir las cortinas y, mi miedo, me obliga a mantener los ojos totalmente cerrados hacia lo desconocido. No obstante, si al sacar mi mano recibo un golpe de calor que hasta duele, ¿no debería ser prueba suficiente de que existe? Todavía no me atrevo a abrir las cortinas y, mucho menos, dejar pasar el calor desde la ventana hasta la habitación.
Imagina lo que me costó dar el paso.
Pero un día me armé de valor. Dije: «¿por qué no?» Si todo el mundo lo hace tú podrás con todo. Manifestaba una ola de valor en las venas que sentía que el corazón me palpitaba con fuerza, tanta que casi se salía por la boca. Temblaba desde la punta de los dedos de los pies hasta el extremo más efímero del cabello de mi cabeza. Pero me sentía con tanta valentía que sabía que era el momento en el que tenía que hacerlo. Debía ver el Sol.
Con paso decidido empecé mi camino hacia la ventana de la habitación. Apenas es un dormitorio de unos pocos metros, pero para mí fue como un sendero largo y angosto lleno de complicaciones y obstáculos. Me paré frente a la ventana. La misma tenía las cortinas totalmente echadas, la persiana bajada hasta el límite y, por supuesto, la ventana estaba cerrada a cal y canto. Con una mano temblorosa abrí la cortina izquierda y, luego, la derecha. Puse mi mano derecha en la cinta corredera y empecé, poco a poco, a abrir la persiana. Mientras realizaba todas estas acciones mis ojos estaban cerrados con tanta fuerza que casi hundía mis ojos sobre sus propias cuencas hasta colarse hacia abajo.
La persiana subía, subía, subía, me pareció un ejercicio eterno hasta que paró, ya no podían ascender más. Palpé la apertura con cerrojo de la ventana y, lentamente, con la mano cada vez más temblorosa conseguí abrirla. Era el momento, lo sabía. Yo seguía con los ojos cerrados.
La ventaja se abrió y noté fuego en mis mejillas a través de un viento que traía esperanza. Aguanté como una campeona porque notaba que abrasaba mi piel hasta comerse mis músculos y mis nervios. Dolía tanto que las lágrimas salían de los pequeños huecos que quedaban entre mis párpados arrugados del esfuerzo y mis pestañas, las cuales no podían más de la presión que ejercía para mantenerlos cerrados.
De repente, paró. Ya no sentía ni la más mínima brisa. Notaba como mis músculos, mis nervios, mi piel se reconstruían y perdían toda sensación de calor. Perdían todo tipo de sensación. Acerqué la mano a mi rostro. Aunque sabía que estaba ahí, no sentía nada. Había dejado de existir, otra vez.
Dejé de llorar y abrí los ojos. Mi habitación estaba igual que siempre. La total oscuridad invadía cualquier rincón sin dejar un atisbo de luz, por mínima que fuera. Solo cambió que, la ventana, la cual sujetaba furiosa, estaba abierta. No había nada fuera. Solo vacío. El cual volvió a entrar en mi habitación.
Esos malnacidos me mintieron de nuevo. Me hicieron creer que el Sol existía. Que su suave luz me calmaría y me transportaría hasta la felicidad. Volví a caer en la trampa de los que permanecemos encerrados en las habitaciones soñando despiertos, creyendo en cuentos de hadas, sin que nadie nos trate como ilusos.
Y, de nuevo, volvió a invadirme una brisa helada y la oscuridad volvió a mis ojos abiertos como platos.
Te daría lo que fuera necesario por expulsar el vacío…