¿Por qué he despertado dentro de aquel lago de aguas cristalinas y de calma apabullante? ¿Por qué fui la única que se despertó? Con una rama de punta afilada entre mis manos apuntando al corazón intentaba recordar qué me había llevado hasta allí.

Comenzó cuando introduje entre mis labios una enorme bocanada de aire al mismo tiempo que mis músculos despertaban con pinchazos que comunicaban con todo mi sistema nervioso. Palpé en mi piel el barro húmedo y frío al arrastrarme hasta la orilla y conciliar mis pulmones con el oxígeno, el nitrógeno y el argón. Me puse de pie y me quedé inmóvil durante unos instantes descubriendo ante mí un enorme lago que se extendía más allá del horizonte. Eché la vista abajo para sentir un miedo atroz al darme cuenta de que cientos de personas permanecían hundidas bajo las aguas. Todas estas personas mantenían una sonrisa dulce como si descansaran totalmente en paz.

Asustada caminé hacia atrás sin dejar de mirar todas esas almas que se amontonaban bajo las aguas de este lago cristalino. Y, de repente, me encontré en un bosque espeso que ya no me dejaba ver el horizonte, ni siquiera el Sol era capaz de atravesar sus rayos por cualquier resquicio. Caminé sin cesar durante horas y horas. Mis pies sangraban porque el terreno era abrupto, pero no podía ver por dónde iba. Mis brazos estaban doloridos por las ramas y las hojas que impedían el paso. La sangre de mis pies y brazos comenzó a mezclarse con mis lágrimas, que brotaban de mis ojos sin que yo se lo ordenara. Aguanté un par de horas más caminando por la maleza hasta que caí rendida y exploté en llantos de desesperación que se contrastaban con el silencio y el frío.

En ese momento maldije el instante en el que desperté de ese lago donde nada pasaba, una zona de confort donde no había ni rastro de sufrimiento, de dolor o de miedo. Me imaginé mi propio rostro calmado, blanco, aterciopelado, acompañado de una sonrisa de felicidad plena mientras me hundía cada vez en esas aguas que no conocían fondo.

Decidí deshacer el camino y volver por dónde había venido, pero todo estaba tan oscuro que no lograba ver mis propios pasos y mis pies me pedían descanso o acabarían rompiéndose en pedazos. Caminé durante días. La sed y el hambre comenzaron a apoderarse de mí, aunque mi desesperación les ganaba cualquier pulso, cualquier pelea.

Me arrodillé desesperada en el suelo y fue cuando palpé una rama con uno de sus extremos puntiagudos. Toqué con la punta de los dedos el extremo puntiagudo y pensé en cómo atravesaría mis entrañas para poner fin a esta locura. Tenía frío, tenía miedo y no comprendía por qué yo, solo yo estaba fuera de ese lago.

¿Qué iba a hacer sola? Coloqué la rama con el extremo puntiagudo justo en el luigar donde habita el corazón que empezó a palpitar cuando salí del agua, esperando peligro, esperando emociones fuertes, esperando encontrarse con algo que le hiciera sentirse vivo, tal y como había escuchado en los miles de sueños que inundaban mi mente mientras permanecía en el lago. Y por fin lo entendí. Simplemente quería vivir.

Lo comprendí en el instante en el que la rama se hundió en mi pecho y el dolor sucumbió al hambre, a la sed, a la desesperación. Agonizaba en el suelo cuando escuché movimiento de agua a lo lejos y como alguien cogía aire con tal bocanada que se escucharía hasta en el otro extremo del Universo. Noté cómo seguía respirando con fuerza y cómo sus pies rozaban la maleza y las hojas muertas en el suelo.

Se oían sus pasos cada vez más fuertes hasta que pude ver su rostro borroso y una voz lejana. No conseguía entender qué me decía. Solo noté cómo su mano rozaba la mía y cómo sus lágrimas caían en mi pecho. Entonces, el dolor pasó a alegría, pasó a alivio, pasó a la felicidad. Y mi rostro volvió a sonreír como cuando estaba en el lago pero, esta vez, marcado por la sangre, por el dolor y por el peligro.

Marcado por la vida.